lunes, 24 de septiembre de 2012

I



Me acuerdo de la primera vez que fui consciente de estar pensando. Era muy chica. Empezó a hacer calor y le pedí a mi mamá que arme la pelopincho. Me dijo que el fin de semana podía ser, pero con la condición de que cuide a mi hermano porque tenía 3 años y era peligroso que se metiera solo. El sábado mi papá la armó. Era increíble que de una bolsa de lona con tubos surgiera esa pileta. Después de lavarla, mi papá la dejó llenándose y me quedé sola en el patio. Tenía tanto apuro por que se llenara que busqué mi balde de playa. Con la manguera que llenaba la pileta llenaba mi baldecito y después tiraba el agua a la vez que volvía a poner la manguera, entonces caía “más” agua. En un momento me di cuenta de que era lo mismo, porque el tiempo en el que la manguera llenaba el balde era tiempo en el que podría estar llenando la pileta. O sea que el agua del balde no era “más” agua, era la misma. Corrí para contarle a mi papá todo mi razonamiento. No estaba en la cocina ni con mi hermano. Le pregunté a mi mamá y me dijo que ya se había ido. Además me retó por correr mojada. Me puse a llorar y pensé que esas lágrimas podían llenar una pileta entera. 


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